Zama (Lucrecia Martel, 2017)
Zama es una película incomprensible. No porque sea difícil de entender, ni porque tenga un ritmo distinto o algo de eso. Simplemente, no se entiende cómo alguien pudo hacer algo así, acá, y con el presupuesto que logró reunir. La novela de Di Benedetto es formidable. Una obra monumental a la que no le sobra ni un punto ni le falta una letra. De ahí la magnitud del desafío. Nunca nadie había intentado una producción así, y nadie que no fuera Lucrecia Martel podría haberlo hecho con tanto éxito. El resultado es una verdadera obra maestra desde lo visual, el sonido, el trabajo con actores y la narración. Zama es una película perfecta.

Últimas imágenes del naufragio (Eliseo Subiela, 1989)
El título no es metafórico, sino bien literal. Subiela describe magistralmente un escenario de hundimiento moral, personal, cultural y económico. Y de alguna manera hace que la pregunta acerca de cómo seguir cuando no queda más nada que perder, tenga una respuesta positiva. Sus personajes, constantemente en crisis, reflejan la volatilidad de la Argentina de la hiperinflación. Es que lo que en otros países bien podría pasar por fantasía, en nuestro país suele ser la realidad.

La reina (Manuel Abramovich, 2013)
Las primeras películas casi siempre pecan de voluptuosidad o de mezquindad; quieren mostrar demasiado o más bien apuntan a una correcta intrascendencia. El primer corto de Manuel Abramovich, por otro lado, hace de la economía de recursos su principal instrumento para lograr una contundencia asombrosa. Sin tanta experiencia, pero con una intuición prodigiosa, Abramovich ofrece una ventana a un mundo terrible con el solo gesto de mirar y escuchar. Precisamente, la colaboración de la talentosa Sofía Straface en el sonido es el último ingrediente que hace de La reina una película extraordinaria.

El camino hacia la muerte del Viejo Reales (Gerardo Vallejo, 1974)
El Viejo Reales es un trabajador de ingenio tucumano que es todos los trabajadores. El documental de Vallejo no tiene miedo de hacer lo que debería hacer cualquier documental, que es trabajar la realidad de forma creativa. A veces, incluso, se adelanta a la propia realidad, como en la escena de la muerte del Viejo Reales de la muerte del viejo Reales. Lo que muestra en definitiva es que el cine documental no debería apuntar a la veracidad sino a la verosimilitud, a contar una historia que podría ser, y por medio de ella narrar lo inenarrable de la miseria en la Argentina profunda.

Los traidores (Raymundo Gleyzer, 1973)
Decir que Los traidores es una película militante es un lugar común, pero esto tiene la desventaja de dar la idea equivocada de una bajada de línea rígida y burda. En cambio, la película de Gleyzer es militante y política no sólo desde la historia que cuenta, sino desde la técnica de dirección y producción. Hacer esa película en ese momento era sumamente riesgoso, y de hecho nunca se estrenó, circulando de forma clandestina por años. Es decir que, colocada en contexto, Los traidores fue un verdadero evento en el cine argentino, con no pocas consecuencias en el cine posterior. Y además, se trata de un guión fenomenal y un relato creíble y auténtico de una época de nuestra historia.

Perón, sinfonía del sentimiento (Leonardo Favio, 1999)
Yo soy peronista. Pero si no lo fuera (y suponiendo, también, que no fuera antiperonista, o por lo menos que no lo fuera furiosamente), creo sinceramente que Perón, sinfonía del sentimiento podría convencerme de serlo. Aunque se presenta como documental expositivo, es engañoso, porque si bien habla de historia argentina, lo que transmite Favio no es información sino, precisamente, un sentimiento. Una idea. Un espíritu de época, y algo del orden de lo inefable que poca gente puede contar a través de la imagen en movimiento. Y lo hace, encima, con cariño. Con el mismo cariño que canta sobre su niñez o sobre algún amor que no olvidó jamás. El Favio de Perón… es el mejor Favio, ya no un brillante aprendiz de la nouvelle vague y de Bresson, sino un autor que encontró su voz y creó sus propias herramientas para contar lo que nace de su corazón.

El negoción (Simón Feldman, 1959)
La tradición cómica de nuestro país es, para qué mentir, paupérrima. Y quizás parte de la culpa de ello lo tenga el olvido al que se relegó El negoción, una extraordinaria y original comedia de situaciones que, a pesar de utilizar (con maestría, vale aclarar) varios recursos de la comedia estadounidense de la primera mitad del siglo (y algunos de Jacques Tati, también), logra un lenguaje cómico que sólo podría hacerse y funcionar acá. El guión de Feldman, Barrenechea y Oski, se da el lujo incluso de anticiparse, con algunos de sus gags, a las ocurrencias más celebradas de Mel Brooks. Vale la pena redescubrirlo.

No habrá más penas ni olvido (Héctor Olivera, 1983)
Colonia Vela es cualquier pueblo de Argentina. En ella están ambientadas dos de las novelas más importantes de Osvaldo Soriano, ambas llevadas al cine con distinto éxito. No habrá más penas ni olvido es la primera de ellas, y realmente logra captar en su familiar costumbrismo el corazón de la novela. El montaje dinámico captura a la perfección tanto el humor trágico de Soriano como la tragedia delirante de nuestra historia. Si La patagonia rebelde (1974) puede tener más mérito a nivel narrativo, las innovaciones en el lenguaje cinematográfico de No habrá más penas… hacen de ésta el cine más logrado de Olivera.

Planta permanente (Ezequiel Radusky, 2019)
Planta permanente es una película correcta, bien hecha. No innova en cuanto al dispositivo cinematográfico, sino que aborda con éxito el problema más grave que tiene nuestro cine actual: los guiones. Con una Rosario Bléfari luminosa en el que sería su último papel, y la compañía de la talentosa Liliana Juárez, esta película tiene el mérito no desdeñable de ser una historia contada de la mejor manera posible. Enmarcada en lo que algunos llaman el “nuevo cine tucumano”, Planta permanente es una bocanada de aire fresco para una industria demasiado enfocada en, justamente, lo industrial.

Los rubios (Albertina Carri, 2003)
¿Se puede hacer documental cuando no hay documentos? Se puede. Se puede hablar de lo indecible, se puede recordar lo que nadie quiere recordar, y se puede hacer arte del desconsuelo. Albertina Carri sorprendió a todos los espectadores en un momento en el que (a diferencia de ahora) nadie elegía su propia historia para hacer documental, y mucho menos se involucraban en la película de la manera visceral como lo hizo ella. Y demostró, a partir de algunos de los recursos más novedosos y efectivos que alguna vez se pusieron en práctica en nuestro cine documental, que se puede hacer un cine de la memoria distinto, en un país donde buena parte de su cine intenta hablar de la memoria.