Natalio Pagés

Cineasta, Crítico, Músico
Licenciado en Sociología en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA, se formó como Realizador Cinematográfico en la ENERC. Se desempeña como becario doctoral de CONICET en el Instituto de Investigaciones Gino Germani. Es músico y crítico cinematográfico. En 2019 editó el libro Giallo: crimen, sexualidad y estilo en el cine de género italiano de Editorial Rutemberg. El pacto, su primer cortometraje, se estrenó en el Festival Internacional Buenos Aires Rojo Sangre 2015. Su segundo cortometraje, Una sombra en el brillo del nácar, se presentó en la competencia del Festival de Sitges 2019. Tiempo perdido, su ópera prima de ficción codirigida junto a Francisco Novick, se estrenó recientemente en el Festival Internacional de Mar del Plata 2019. Actualmente prepara dos nuevas películas.

Descreo de mi capacidad para definir lo mejor o más relevante del cine argentino, así que elegí nomás algunas películas que me gustan mucho, que me impactaron cuando las vi por primera vez, que me llevaron a valorar el cine argentino, a querer hacer cine o a girar alrededor de él como fuese. Uno conoce los límites de todo listado: es caprichoso (lo que apareció hoy y no hubiera aparecido ayer ni mañana), es un recorte consciente de límites biográficos previos (se elige con lo que se ha llegado a ver) y, en definitiva, habla más de quién elige que de las películas seleccionadas. La única regla que me impuse fue elegir un solo largometraje por director/a, aunque me gustaran muchos. Algo parecido terminó ocurriendo con las décadas: al recortar una extensa primera selección, prioricé mantener películas de distintas épocas, estilos y esquemas productivos. En los comentarios sugiero otras opciones posibles (e igualmente bellas) que quedaron en el camino. Algunos directores gigantes a los que quiero mucho, como Favio, terminaron quedando afuera porque me resultaba imposible elegir solamente una de sus ficciones (mejor verlas todas, qué tanto). Así y todo, la lista quedó larga; pero la generosidad de los organizadores me permitió agregar dos cortometrajes (que fueron importantísimos en el desarrollo de mi amor por el cine) por fuera de la votación general. El orden es por fecha de realización.

Cuatro corazones (Schlieper y Discepolo, 1939)
Tremenda comedia con ribetes románticos que descubrí —y pude ver en buena calidad— gracias a las proyecciones de Fernando Martín Peña en el microcine de la ENERC. Deudora de las comedias de alta sociedad, que tuvieron relevancia tanto en Italia, Alemania y Estados Unidos entre los ‘20 y los ‘30, tiene un tono fresco y viperino que parece obra directa de Billy Wilder. Tanto el texto como la dirección tienen mano de Discepolo, que se luce además en un protagónico exquisito. También podría haber entrado El hincha (Romero, 1951) en esta lista, a la que le tengo igual cariño, para demostrar que Discepolo es uno de los verdaderos fenómenos del cine, la poesía y la música argentina.

Los tallos amargos (Ayala, 1956)
Un noir que reúne un laburo lumínico, actoral y de escritura casi increíble. Aunque podría decirse lo mismo de El vampiro negro (Viñoly Barreto, 1953) o de No abras nunca esa puerta (Christensen, 1952), la particularidad de la película de Ayala está en su potencia emotiva, la claridad dramática, la capacidad para comunicar visualmente estados internos mediante herramientas expresionistas —la fotografía de Ricardo Younis recupera el claroscuro, los ingresos de luz fracturados, la profundidad de campo y los contrapicados con techos de Welles y Tolland— y la originalidad con la que trabaja el tema de la culpa, que era, desde temprano, uno de los elementos más recurrentes del género. Bueno, y la música de Piazzola, claro. Siempre hubo versiones disponibles, en televisión y en internet, pero hace poco se editó una copia remasterizada gracias al apoyo de The Film Noir Foundation y el trabajo de Fernando Martín Peña. En un país sin cinemateca nacional ni política de preservación, son los esfuerzos individuales y la valoración del cine argentino por instituciones internacionales los que han logrado, afortunada y tristemente a la vez, que se pueda acceder a ella con la calidad que merece.

Los jóvenes viejos (Kuhn, 1962)
Mi largometraje preferido de la generación de los sesenta: el vacío, la soledad, la comodidad que no funciona, las mil maneras de tratar compensar o encubrir el hastío, el consumismo inútil de una juventud sin ningún horizonte vital, siquiera imaginario. Una película intensa de personajes con los que cuesta construir identificación. Una película crítica pero sin las certezas inconmovibles ni la lógica auto-confirmatoria de otros largometrajes de la corriente. Aquí se percibe una profunda incomodidad ante la crisis de la pequeña burguesía y la lógica aspiracional de las capas profesionales urbanas sin lograr definir claramente una salida —que recién se vislumbraría en el giro marxista de Ufa con el sexo (1968) y Argentina. Mayo de 1969: los caminos de la liberación (1969)—. Un tipo de tensión e incomodidad respecto a la burguesía de provincias y pequeño-burguesa urbana, forma sutil de desprecio que uno desearía afiliar al chabrolismo, y que es central en el giro modernista de Leopoldo Torre Nilsson a fines de los años cincuenta, cuando adapta una serie de novelas de Beatriz Guido. Entre ellas, tres imperdibles sobre quiebres generacionales: Piel de verano (1961), La mano en la trampa (1961) y La terraza (1963). Preocupaciones que volverán a ser cruciales en algunas de las mejores películas del nuevo cine argentino, como La Ciénaga (2001) y La niña santa (2004), ambas de Lucrecia Martel.

The Players vs. ángeles caídos (Fischerman, Becher, Paternostro, Stagnaro y De la Torre, 1969)
Rara avis del cine argentino: por su carácter colectivo—el “grupo de los cinco”—, por sus elementos teatrales de improvisación y de libertad radical de los actores en rodaje, por la parodia del lenguaje publicitario televisivo —ámbito para el que trabajaba buena parte del grupo y que Paternostro volverá a parodiar en sus largometrajes siguientes—, por la banda sonora centrada en el free jazz y por la expresión libre de puntos de vistas distintos de cada cineasta en la sección central, por una preocupación política que no es expresada en denuncia sino mediante un esquema experimental, un tono lúdico y un escenario sintético, que por abstracto y complejo no se vuelve inaccesible. De ese mismo año, también se podría destacar Tiro de gracia (1969) de Ricardo Becher, otro de los directores del grupo, con Javier Martinez en su única aparición cinematográfica, una banda sonora jazzística espectacular y uno de los retratos más bellos de Buenos Aires durante los años sesenta. Y por supuesto La fiaca (Ayala, 1969), ausente del listado solo porque no podía dejar afuera Los tallos amargos (Fernando Ayala, 1956). También única en su reunión de elementos teatrales, cariño por los personajes y un encare fresco de la crítica política, creativo y repleto de joie de vivre. Con dejos de Buenas noches, Alejandro (Yves Robert, 1968), expresión del cine francés menos canónico de los sesentas, y una dupla Norman Brisky-Norma Aleandro para el campeonato. Películas que no se agotan nunca.

Los traidores (Gleyzer, 1972)
No sé si puedo decir algo nuevo sobre esta película del Grupo Cine de la Base, pero ojalá alguien la descubra o tenga ganas de verla a partir de estos listados. Gleyzer muestra con coraje la radicalización de los sectores obreros y la traición de los burócratas junto al deterioro general de la CGT, que buscaba limitar la lucha de clases y gestionar sus intereses comunes con el empresariado. Es una locura de película, hecha a contramano, en medio de la persecución política que se acrecentó luego del Cordobazo, con un estilo renovador entre ficción y documental. Es un retrato único de las tensiones políticas del peronismo durante los años setenta y una crítica radical de las cúpulas sindicales.

Tiempo de revancha (Aristarain, 1981)
Monumental película de Aristarain. Segundo largometraje de su trilogía policial, luego del excelente neo-noir La parte del león  (1978). Inolvidable captura del momento sociopolítico argentino, enorme actuación de Dumont y sobre todo de Luppi, que expresa todo en su rostro mudo, en pequeñas gestualidades y miradas. La película es tan buena que cuesta hablar sobre ella porque su impacto está en ideas visuales, en sutiles decisiones de planificación, en la construcción detallista de personajes, en un tono militante subrepticio, en una trama que nunca descuida el impacto emocional, en un texto preciso de Aristarain con un ritmo que nunca decae, en hablar de todo lo que implicó la dictadura cívico-militar en la vida cotidiana de los laburantes sin caer nunca en el discurseo ni en el aleccionamiento. Un balanceo increíble, sobre una cuerda floja, del que cada mm de celuloide cae bien parado.

El acto en cuestión (Agresti, 1993)
Otra relación virtuosa con el teatro, con el cine clásico, con Welles, con el lenguaje cinematográfico, con el decir autoral, con la planificación como derivación de la magia escénica, con el juego y el riesgo, con la posibilidad de dar pasos en falso y seguir para delante, tropezando con entereza antes que pisando seguro siguiendo esquemas rígidos. Agresti hace una película única, sin obsesión por el diploma o el aplausómetro, que solo puede surgir de un espíritu cinéfilo y megalómano: cruza de una voluntad voraz —que hace propias todas las artes y concibe al cine como el gran condensador del siglo pasado— y del impulso que ninguna idea quede fuera de la película. Un mezcla entre libertad formal y tradición industrial que no ha tenido numerosos continuadores en el cine argentino. Un camino interrumpido.

Negocios (Trapero, 1995) —FUERA DE VOTACIÓN—
Otro camino interrumpido es el del primer cortometraje de Pablo Trapero, por el que tengo un amor absoluto. Cine de clase obrera, de no-actores, de amistades y amores poco retratados, de lazos afectivos en el mundo del trabajo. Una manera cariñosa de reírse de lo propio, de lo más cercano, de lo ridículo y a la vez fascinante de nuestro lenguaje, del lunfardo y del humor conurbano. Un cine honesto hecho con dos mangos y con la gente que uno quiere, algo de lo que va a recuperarse en Mundo Grúa (1999) —aunque sin el giro serio y trágico hacia final—. Más deudora del free cinema que del neorrealismo, el cortometraje le da una centralidad total a los lazos afectivos, las preocupaciones íntimas, el ocio, el lenguaje coloquial, la camaradería, las estrategias para volver atractivo el día a día, la incomodidad en las declaraciones amorosas, el humor como respuesta a las situaciones conflictivas y también como modo de demostrar cariño. Parece algo del primer Karel Reisz o Lindsay Anderson: la preocupación por los cuerpos y los rostros, las chanzas, la creatividad verbal, la inventiva manual, la artesanía en el laburo diario. Cómo olvidarse de la milanesa que parece un zapato, del tipo que quiere hacer que le gaste menos la moto, de la madre sobreprotectora del Rulo, de la confianza inconmovible entre el Rulo y el viejo de Trapero. Una expresión ajena a la institucionalidad del cine, fresca, directa, coloquial, sentimental y obrera que no tuvo muchos continuadores (ni siquiera el propio Trapero) en el desarrollo del nuevo cine argentino.

Cuesta abajo (Caetano, 1995) —FUERA DE VOTACIÓN—
Cortometraje de Israel Adrián Caetano para Historias Breves 1 (1995), realizado dos años antes de su debut en el largometraje, junto a Bruno Stagnaro, con Pizza, Birra, Faso (1998). Me parece espectacular desde todo punto de vista: una premisa imaginativa y concisa, que parece sacada de esas inagotables ocurrencias que tenía Serling para la Dimensión Desconocida. Un Serling con giro tanguero. Es tan disfrutable que no quiero contar mucho. Toda la narración está basada en la puesta de cámara, la creatividad visual y el montaje. Anticipo de la precisión en la planificación de las películas de género de Caetano —¡esos jump-cuts en la secuencia final de Un oso rojo (2002)!— y de un costado fantástico del nuevo cine argentino que nunca terminó de florecer —aunque poco después gestó otra película señera: Moebius (1996), realizada por alumnos de la FUC bajo la dirección de Gustavo Mosquera—.

Garage Olimpo (Bechis, 1999)
Desde mi punto de vista, una de las pocas películas lúcidas sobre la última dictadura cívico-militar argentina. Bechis se centra en los lazos entre procedimientos micro-corporales y la planificación macro-política (desde las mínimas interacciones, las tácticas de tortura corporal y psicológica, hasta la más amplia estrategia global de terror poblacional), es decir, el esquema completo de un proceso genocida cuyo objetivo era detener la radicalización política de la clase obrera y otros sectores de la ciudadanía, además de quebrar los lazos de apoyo y solidaridad social mediante un sistema generalizado de delación y amenaza potencial del otro. No descuida el retrato de las víctimas ni de los victimarios, de los distintos roles dentro de los grupos de tareas, de la organización minuciosa de la cadena de comando, de la planificación anticipada, de la comunicación pública y el clima opresivo de la vida cotidiana. Lo increíble es que esa lucidez no la vuelve fríamente analítica ni manipuladoramente sentimental. Bechis encuentra un tono de enunciación con el pathos suficiente para dar cuenta de la ignominia sin caer en golpes bajos: es una película de tensión dramática arrolladora que traslada el visionado hacia una experiencia gutural terrible, de dientes apretados y ojos enrojecidos, durísima y transformadora.

El aura (Bielinsky, 2005)
Un paso adelante respecto a Nueve reinas (2000), que ya era buenísima. Otra apuesta de Bielinsky por un cine masivo y a la vez personal, narrativo pero no manualístico, de preocupaciones personales y de impacto sensorial, con maestría en la puesta en escena y astucia en cada puesta de cámara. La actuación de Darín ha sido debidamente valorada pero se ha dicho mucho menos sobre la fuerza de la estructura dramática, la tensión y expectativas generadas en cada secuencia, el rol crucial del montaje —tan sigiloso como determinante— de Alejandro Carrillo Penovi.

Por tu culpa (Berneri, 2010)
Mi película preferida de Anahí Berneri que, desde Encarnación (2007), no tiene un solo largometraje regular ni más o menos ni ahí nomás. Son todos buenísimos. Una de las mejores cineastas argentinas dirige, en este caso, una película completamente inusual: thriller con trama psicológica, ansioso, ambiguo, misterioso y a la vez realista, entre cassavetiano y dardeniano, de tensión continua y por momentos desbordante, con una puesta de cámara brutal, pegada a la acción y al movimiento corporal, basada mayormente en el uso del fuera de campo y en un trabajo sonoro de gran precisión dramática. Parece que uno estuviera describiendo alguno de los últimos largometrajes de Ben y Joshua Safdie, como Good Times (2017) o Uncut Gems (2019), con la relevante excepción de que aquí no se trata de chorros, heroinómanos, mafiosos o apostadores compulsivos, sino de una familia tipo de la clase media porteña. No sé si me gustó alguna otra película argentina de la década pasada a este nivel. Quiero hacer una mención destacada de La chica del sur (2012), de José Luis García, que vi con especial fruición.