Tiempo de revancha consiguió algo muy difícil, al menos con ese nivel de eficacia, y es configurar una película que es al mismo tiempo un thriller político perfecto, con personajes, frases (y gestos) y escenas inolvidables, y un testimonio sutil, sin ser críptico, sobre el período más sangriento de la historia de la lucha de clases en Argentina. Dar cuenta de la dictadura, como hecho criminal, pero también como proyecto político y cultural, siempre fue un problema abierto en el cine argentino (¿cómo no podría serlo?), que tironeado entre el deber de contar y las aspiraciones formales, a menudo derivó en películas excesivamente pedagógicas o ensimismadas. Por el contrario, Tiempo de revancha alcanza su densidad política gracias a su brillantez formal y su brillantez formal gracias a su densidad política. En ese sentido, uno de los tantos aciertos con los que la película se construye es el uso del fuera de campo para representar la cara menos visible de la violencia del proyecto económico triunfante. Durante buena parte de la película, el acoso y la criminalidad de Tulsaco no se ve directamente, sino que se manifiesta a partir de mensajes, de amenazas, de indicios que dejan saber su omnipresencia sin mostrarla. Aristarain narra cómo ese poder está en los espacios y en nuestros cuerpos, bien lo sabemos, pero también en nuestras cabezas, y al mismo tiempo reivindica y propone una resistencia quizás imposible, que tal vez no pase de ser justamente una revancha, pero que siempre será más digna que el cinismo y la aceptación.