Tanto El dependiente (Leonardo Favio, 1969) como El Romance del Aniceto y la Francisca (1966) son títulos que irrumpen con una fuerza arrolladora en el cine nacional de los 60, capturando algo de la calidad formal de la llamada “generación del 60” (léase Kohon, Kuhn, Antín) pero proponiendo la entrada a un universo de otro tipo de perdedores, casi una suerte de existencialismo popular donde los dilemas se sustancian de una manera tan directa como el aire que respiran sus protagonistas. Favio se corre un poco del sesgo neorrealista de Crónica de un niño solo (Leonardo Favio, 1964) y articula planos sutiles y enfáticos, exhibiendo su destreza para una narrativa sumamente elaborada.
Raymundo es un exquisito homenaje a uno de los documentalistas más comprometidos e interesantes de los 60 y 70. Molina y Ardito ya venían consumando una obra con personajes emblemáticos como Alejandra Pizarnik, Julio Cortázar, Jorge Luis Borges, Paco Urondo, entre otros, y con este film, de más largo aliento, se acercan a la figura de Gleyzer para indagar sobre qué significó su práctica radical en lo que se conoció como cine revolucionario y que en su caso se llamó Cine de la Base. Se valen de imágenes de archivo potentes que revelan el paño artístico y la dimensión política desde las que Gleyzer construía su cine militante.
Los traidores (Raymundo Gleyzer, 1973) es uno de los relatos más deslumbrantes acerca de la burocracia sindical, uno de los males congénitos de un país dependiente y sometido. Gleyzer captó ese engranaje siniestro y absurdo desde donde se dice representar a los trabajadores mientras funciona como un dique de contención de cualquier acción que tienda a dignificarlos. La recreación precisa que hace el realizador en una contundente puesta en escena devela la “mugre” de las negociaciones sindicales como no se había visto hasta entonces en el cine nacional. El compromiso vital de Gleyzer se potenciaba a partir de la concepción artística del relato en lo que sería su primera ficción.
Decir que la irrupción de Lucrecia Martel conmovió los cimientos del cine nacional entrando al siglo XXI y desprendiéndose de aquella denominación caprichosa llamada “Nuevo cine argentino” con ideas, pensamientos y una magnífica intuición para bucear en los pliegues de una realidad siempre aparente, ya resulta conocido. En La mujer sin cabeza (Lucrecia Martel, 2008), la realizadora va haciendo jugar un proceso voluntario de olvido desprendiendo capa tras capa en un clima verdaderamente conmovedor. Dolor, violencia, sinsentido, todo contribuye para que en deslumbrantes puestas en escena y un uso del sonido que potencia cada imagen, el cine de Martel se vea como esencial, un cine que se vale de su especificidad para experimentar y buscar nuevos caminos. Zama (Lucrecia Martel, 2017), tratándose de una adaptación, compleja y ya trazada, va en esa misma dirección. Sólo una sensibilidad como la de Martel podía con una de las novelas más cautivantes de la literatura nacional.
Como los hermosos relatos de Bernardo Kordon, del que adapta el del título homónimo, Alias Gardelito (Lautaro Murúa, 1961) es una pieza aceitada sobre las vicisitudes del hombre inmerso en un entorno hostil que no es ni más ni menos que el de la sociedad volviéndose cada vez más opresiva. “El hombre y las circunstancias de un sistema que excluye”, al decir del mismo Lautaro Murúa que supo pintar acabadamente a los desclasados y marginados en la figura del ladronzuelo que busca emular al zorzal criollo. Impactante paleta de matices en blanco y negro para urdir el clima de un cine estrictamente social.
La hora de los hornos (Fernando “Pino” Solanas y Octavio Getino, 1968) fue el film que tradujo más acabadamente el hecho político que significa la idea de luchar por la liberación en un país sometido y usar el cine como un arma. Todo a partir de un lenguaje cinematográfico vertiginoso y revelador, con virtuosos planos secuencias y contrapicados, de los niveles de injusticia que viven los necesitados locales y latinoamericanos, con abrumador –por lo inédito y lo cruento– material de archivo, entrevistas y algunas recreaciones. Solanas inaugura esta forma de cine político con el objetivo de contrainformar, algo que respondía a las premisas del grupo Cine Liberación del que formaba parte. Documento imprescindible del cine argentino.
El western nativo del sonidista Gaspar Scheuer con una virtuosa fotografía en blanco y negro innova y da otro relieve al relato gauchesco, muchas veces arruinado por una falsa grandilocuencia. En su mayoría, la crítica le fue ingrata pero Desierto negro es uno de los films más innovadores en su tratamiento y en el perfil que traza del gaucho renegado con ansias de venganza. El drama está más implícito en la estética del film que en las desventuras del gaucho perseguido.
El segundo título del malogrado Bielinsky dobla la apuesta sobre el manejo de un método clásico para narrar que ya había demostrado en Nueve reinas (Fabián Bielinsky, 2000), aunque aquí pone todo el énfasis en la estrategia para tornar un thriller en algo más que un exponente del género. El film es una experiencia radical sobre los modos en que el personaje principal no resiste la espera para terminar con su rutinaria existencia y más que pergeñar verdades sobre su comportamiento, El aura (Fabián Bielinsky, 2005) pone a funcionar interrogantes sobre moral, poder, deseo con un ritmo atrapante y un montaje aceitado, digno de los mejores clásicos del género.