Guillermo Colantonio
Películas elegidas:
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11
79 votos
Juan Moreira
Leonardo Favio, 1973
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17
67 votos
Nazareno Cruz y el lobo
Leonardo Favio, 1975
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5
100 votos
Crónica de un niño solo
Leonardo Favio, 1965
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13
73 votos
Este es el romance del Aniceto y la Francisca, de cómo quedó trunco, comenzó la tristeza y unas pocas cosas más…
Leonardo Favio, 1966
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45
18 votos
No abras nunca esa puerta
Carlos Hugo Christensen, 1952
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31
34 votos
Si muero antes de despertar
Carlos Hugo Christensen, 1952
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14
71 votos
Las aguas bajan turbias
Hugo del Carril, 1952
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4
108 votos
El dependiente
Leonardo Favio, 1969
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61
2 votos
Favula
Raúl Perrone, 2014
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48
15 votos
Garage Olimpo
Marco Bechis, 1999
Yo lloré tres veces con el Moreira de Favio. La primera fue en Bahía Blanca en la casa de mi madrina. Tendría cuatro o cinco años, no más. Conservo una imagen difusa de un chico jugando de espaldas a la televisión. El color del ambiente era más bien rosado, como varias de esas fotos que guardaba la familia en cajas de zapatos, pero la película de Favio lógicamente transcurría en blanco y negro por la pantalla. Recuerdo los sonidos que llegaban y que no me atrevía a espiar por nada del mundo, hasta que sucedió lo inevitable. Empezó la secuencia final con Moreira atrincherado y la música que asomaba tímidamente hasta convertirse en un aluvión coral al que era imposible permanecer indiferente. Entonces me di vuelta casi sin querer queriendo y choqué contra la cara de Bebán atravesado por un cuchillo en la jeta (crecí con esa imagen equivocada; en realidad él lo lleva entre los dientes). El grito, el rostro y la música se hicieron carne en mí y comencé a llorar del cagazo que me produjo la situación. A partir de ese momento, pocas veces durante años pude ver de frente una escena con sangre y guardé en el depósito del inconsciente la secuencia. Décadas más tarde, en Mar del Plata, cuando descubrí el cine de Favio y ya podía hablar sobre Bazin, la Nouvelle Vague y otras peroratas, enfrenté el final de Moreira de nuevo. Fue un exorcismo, pero esta vez lloré en estado de gracia. Sobre todo cuando Bebán se asoma a la ventana antes de salir para morir de pie, y dice «con este sol». Solo la sensibilidad de Favio y de Zuhair Jury puede meter tres palabras suficientemente representativas del miedo ante la muerte, ese otro miedo que nada tiene que ver con el coraje del bandolero, sino con el del hombre que se lamenta de que el fin se dé en esa circunstancia en que Dios nos somete a semejante paradoja: abandonar la vida con ese regalo de la naturaleza, con ese sol. Eso es de los grandes poetas, aquellos que logran universalizar una experiencia particular. La tercera vez que lloré fue cuando preparaba una charla sobre Favio y volví a verla. Seguramente lo seguiré haciendo. Juan Moreira será siempre un estado de gracia.
Nazareno Cruz y el lobo
Yo encontré en el Nazareno de Favio todo junto, todo lo que había mamado: la música, los besos de lengua de las telenovelas, los desbordes sentimentales, las historias de la abuela, el diablo y más. Para mí es la inacabada expresión de la emoción en el cine, imposible de verbalizar. En una época donde el cálculo se ha apropiado de las pantallas, la felicidad de volar sin temor al ridículo es la marca eterna que nos legó Favio.
Crónica de un niño solo
Se ha hablado mucho de la influencia de Bresson. Prefiero tomar, en todo caso, unas palabras del maestro francés: “Tu película no está hecha para pasear los ojos, sino para penetrar en ella y ser absorbido por entero”. Como en la picaresca, como en Los olvidados de Buñuel, Polín debe despertar a una realidad, al encuentro con la violencia descarnada y con sus propias limitaciones, porque el mundo es el barro, con sus bordes más sombríos y más luminosos. La pobreza no es un estado de gracia, sino de violencia (teléfono para unos cuantos dulcificadores profesionales que hablan de oído).
Éste es el Romance del Aniceto y la Francisca, de cómo quedó trunco, comenzó la tristeza…y unas pocas cosas más
Una anécdota que acaso dé cuenta de qué hablamos cuando hablamos de las películas de Favio. Dentro del marco de las charlas con directores que organizó el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata en el año 2014, habló la directora Claire Denis. Sí, habló de muchas cosas, pero lo que verdaderamente quedó fue esto. Contó Denis que en el cuarto de hotel donde se hospedaba sintonizó la señal de Inca TV y se topó con una película de la cual entendía poco y nada del idioma, y apenas era perceptible el sonido, pero que con la cual quedó subyugada por sus imágenes. Se trataba de El romance del Aniceto y la Francisca dirigida por Leonardo Favio de 1967. Recordó la impresión que le causó el personaje interpretado por Federico Luppi (actor al que elogió por no reflejar rasgos psicológicos en su rostro) cuando se dirige a su gallo con la expresión “compadre”, indicando que eso es lo que ella siempre buscó en su obra: lo que se oye y se sabe de un cineasta con breves trazos. Destacó, además, la cuestión del azar en el cine que permite este tipo de conexiones. Este sentimiento capaz de animar esa clase de sensaciones trasciende, desde su punto de vista, cualquier avance de las tecnologías. Siempre es un desafío encontrar el corazón de una película para percatarse de que vale la pena.
No abras nunca esa puerta y Si muero antes de despertar
Supongo que las razones del corazón son infalibles para considerar cualquier lista más allá de las circunstancias. Las dos películas de Christensen han sido mi ropa durante muchos sueños y algunas noches de insomnio. Sus cualidades genéricas, sus lazos con los terrores primarios, me devuelven siempre a una de las tantas casas que alquilamos y a un comedor frente a la televisión con la abuela Iris. Recuerdo también no querer mirar para otro lado, no atender el teléfono, ni abrir una puerta por unas cuantas horas. Cada vez que veo los ojos de Ana Torrent en El espíritu de la colmena, me reconozco con mis hermanos frente a las dos películas de Christensen.
Las aguas bajan turbias
Puede que quede en la historia por su alegato en contra de la explotación laboral. Puede, incluso, que se continúe señalando su vigencia porque poco parecen haber cambiado setenta años después las condiciones de trabajo en ciertos lugares de la Argentina. No obstante, más allá del olvido político, hay algo único en la película de Hugo del Carril y es la fuerza arrolladora de sus imágenes.
El dependiente
Incómoda, inusual, extraña. Es esa clase de películas que quisiéramos soltar y no podemos dejarlas. Favio apela a otros mecanismos de subyugación. El final me queda por siempre: están las miradas de secta y el prodigio técnico, coreográfico, donde nuevamente se confronta la apariencia posible del lugar con los secretos que se esconden dentro de los mundos hogareños.
Favula
Son contadas las veces que salí del cine últimamente con ganas en las tripas de escribir algo de modo urgente. Me pasa habitualmente con Perrone y especialmente ocurrió con Favula, la película que me conectó por primera vez con esta etapa de su filmografía.
Y si, como dicen, “la primera impresión es lo que cuenta”, hay que admitir que Favula es una experiencia sensorial alucinante. Sensorial porque invita ser vista a partir de un notable manejo de materiales que remiten al imaginario silente, con personajes y situaciones propios de un territorio maravilloso, con esa sensación de atracción siniestra que encierran sus relatos. Alucinante porque el efecto es hipnótico. Se trata de esa clase de films que demandan una buena sala, que recupera cierta idea de ritualidad como condición necesaria para ver cine.
Pero además, la película de Perrone es notable por la materialidad que adquiere el sonido. Es en este campo donde la experimentación se hace más rica porque sugiere, al mismo tiempo, un nuevo horizonte de exploración. En este sentido, la escasez de diálogos (curioso para un director que indagó siempre en pos de una forma de hablar creíble en los personajes) y de una historia en el sentido convencional, expresan una linda paradoja: el cine como narración está agotado, lo mejor ya se contó y se mostró durante la década del 20, pero a la vez está la posibilidad de recrearlo, de reinventarlo. Intuyo que en esa búsqueda está Perrone.
Garage Olimpo
Recuerdo el escepticismo que me invadió antes de verla. Todo lo que había visto hasta entonces era más de lo mismo: gritos, visiones maniqueas, las declamaciones propias de un cine que, apenas recuperada la democracia, tenía la necesidad de gritar sentencias. Y claro, el síndrome La historia oficial, de lo peor que le pasó a nuestro cine. Pero no. Esto era diferente. Además, su principal virtud fue hacer creerles a unos cuantos de que no era un film político (los mismos que aplaudieron posteriormente engendros como Kamchatka.) Por otra parte, pertenece al panteón de títulos que no me atrevo a rever.