Historia. La palabra Historia siempre suena grandilocuente, siempre remite a cosa importante, a deuda con el pasado, a respeto por los laureles conseguidos, a compromiso indeclinable. Pero hay algo que la palabra Historia no dice, o que deja afuera, o detrás, o debajo, o lejos de todas esas asociaciones: es la palabra Emoción. La palabra Historia suena a distancia. Y si de cine (argentino) y cinéfilos (eligiendo cine argentino) se trata, como es el caso, la única obligación debiera ser con la experiencia cercana de lo vital, con la fe, con la intuición del creyente –que eso y no otra cosa es un cinéfilo–, con la pasión y con darse el lujo –como dice el Mario Dominicci de Luppi en Un lugar en el mundo– de ganar una batalla, aunque la guerra esté perdida, aunque “el camino hacia la muerte” –del viejo Reales, de Herrera, de Moreira– sea inevitable. Esa batalla tiene que ver con el nervio óptico, con la huella que queda impregnada en la retina y en el cuerpo después del viaje. Con las marcas imborrables de la lucha, con las heridas que no habrán de cerrar nunca para recordarnos que estamos vivos y que hemos vivido; como quisimos a veces, como pudimos casi siempre. En fin, con el tiempo presente.
La lista de películas que sigue a continuación (todas vistas y vividas en el cine) responde a estos motivos. La elección está amparada en la carga emotiva de las mismas, en los gestos, en los movimientos que se adivinaron perdurables en ellas, más allá de la pericia técnica o de su relevancia formal. Más allá de su importancia histórica.

La seriedad solo sirve cuando es pasional, la travesía solo importa cuando es falible. La intensidad es ahora. Lo demás queda para la academia.

Que vivan los crotos, entonces, como Daney, como Tarruella, como los de Ana Poliak; que vivan los outsiders como el Oso de Chávez y los memoriosos como el taxidermista spinozeano de Darín; que vivan los aventureros involuntarios e inciertos, definidos por una letra mínima (X, Z, H) pero glorificados por la prolongación del tiempo y las rutas. Que vivan los que recuerdan, y disparan, y matan, si es necesario, para después narrar su aventura y hacer del mundo (del cine) un espacio habitable, deseable al menos por un rato.

Porque al fin y al cabo son las historias (extra)ordinarias que ellos cuentan las que valen, las que persisten más allá del olvido y de la otra Historia, esa que se escribe con mayúsculas y que no tiene nada que ver con el cine.