Alejandro Pereyra

Cinéfilo, Crítico, Director de fotografía, Escritor
Miembro de ADF (Autores de Fotografía Cinematográfica Argentina), emergió de la Escuela Provincial de Cine y TV de Rosario, desempeñándose luego en el área de fotografía como asistente en películas como El asadito, de Gustavo Postiglione o Ilusión de movimiento, de Héctor Molina. Realizó la dirección de fotografía de los largometrajes La soledad y La guayaba, de Maximiliano González, y Bronce, Umbral y El desentierro, de Claudio Perrin. Se ha desempeñado como analista cinematográfico, como panelista en ciclos de proyecciones en el Parque España de Rosario, y, más allá de algunas colaboraciones en revistas virtuales o blogs especializados como Espacio Cine, de Fernando Varea, escribe regularmente en la revista porteña El cine, probablemente. En la actualidad está dedicado a la escritura de un libro sobre algunos procedimientos de carácter manierista en el cine argentino más reciente, tomando como objeto de estudio cinco películas de los últimos treinta años. Como miembro de ADF fue jurado de diversos festivales de cine, destacándose las 19º y 23º ediciones del BAFICI, donde resultaron premiadas por su dirección de fotografía Viejo calavera (dir.: Kiro Russo) y Carrero (dir.: Fiona Lena Brown y Germán Basso) respectivamente. Escritor de ficción, lleva publicados dos libros de cuentos: El peor de los desiertos (Baltasara Editora) y Seguro estoy del viento (Editorial Casagrande), además de la novela breve Todos los fríos van al zar, de pronta reedición.

“La tarea de elegir mis diez películas favoritas de la historia del cine argentino no es sólo una tarea ciclópea, sino también dolorosa, casi imposible. Y es casi imposible no solo por lo ardua, sino porque habría que elegir al menos cien películas y aun así quedarían fuera decenas de films del mismo nivel de calidad o impacto en mi persona. Por esta razón se imponen algunos criterios para la elección demandada, criterios que, aun así, excluyen películas tan extraordinarias como las elegidas.
Una de las premisas fue la de no repetir realizadores, aunque suceda muchas veces que es precisamente la poética de un cineasta, su aventura formal, lo que nos impone varias de sus películas entre nuestras favoritas. Otro criterio fue más arriesgado: mis elecciones siempre se direccionaron a películas que estén vivas en mí, que no hayan sido “concluidas” por el recuerdo, incluso por la historia del cine. En definitiva, realizaciones que, sospecho, establecen posibles puntos de partidas para el cine que se seguirá haciendo de aquí en más. Películas germen.

MIS DIEZ PELÍCULAS FAVORITAS DEL CINE ARGENTINO:
(la lista se presenta por orden cronológico, sin ninguna jerarquización de otro tipo)

1- No abras nunca esa puerta (Carlos Hugo Christensen, 1952)
Los planos justos, en tamaño y duración; la óptica y el encuadre que nos aleja o nos acerca siempre en el punto de vista adecuado, para escamotear o develar; la información dosificada con elegancia en el verosímil buscado y logrado, pero no para contarnos solamente una historia de suspenso, sino para que seamos ese hermano que asesina a la persona equivocada, o esa madre que deja escapar a quien no es su hijo. El error o el malentendido como germen de la tragedia. Como en el Edipo Rey, de Sófocles, después de todo. Y la alusión al mito freudiano no es ociosa.

2- La Quintrala (Doña Catalina de los Ríos y Lisperguer) (Hugo del Carril, 1955)
De 1952 a 1956, Hugo del Carril realizó tres obras maestras: Las aguas bajan turbias (1952), La Quintrala (1955) y Más allá del olvido (1956) —film que, ya se ha dicho, prefigura Vértigo, de Hitchcock. En La Quintrala, el bien, el mal, el sadismo, el masoquismo juegan una danza buñuelesca con visos expresionistas. Los movimientos de cámara, nunca ociosos ni decorativos, y los cortes, establecen con cada reencuadre o cada nuevo punto de vista, un nuevo sentido a las escenas que nos sorprende. Virtuosismo de cineasta que parece haberse divertido en este film que lo confirma como uno de los más grandes directores argentinos de todos los tiempos.

3- The Players vs Ángeles caídos (Alberto Fisherman, 1969)
Pocas veces en el cine argentino la actitud revulsiva estuvo tan despojada de impostaciones, pocas veces las influencias de los cines de vanguardia evitaron caer en la burda imitación como en el caso de esta película de 1969 donde la palabra clave parece ser dialéctica. Los ángeles caídos observan a los players, paradójicamente, desde arriba; el dominante pasa a ser dominado; entre los “buenos” (de entrada, se establece que los players son los buenos y los ángeles caídos los malos) hay “malos” y viceversa; incluso la improvisación se opone al texto (La tempestad, de Shakespeare, donde subyacen otras dialécticas). Pero estos juegos de oposiciones que emergen una y otra vez no derivan en síntesis que aclaren los sentidos, como no sea el de poner en duda toda representación, en una puesta en abismo que interpela al cine, al arte, incluso a la realidad misma, en tanto nos la contamos.

4- Con alma y vida (David José Kohon, 1970)
Color, movimiento, desprolijidades, injusticias, resarcimientos. La lealtad y la traición. La vida misma explota en estos personajes dignos de la nouvelle vague cuando ese movimiento tenía ya sus estertores finales. Pero a estos personajes eso les es ajeno. La vida desborda al lenguaje.

5- Juan Moreira (Leonardo Favio, 1973)
Como en el caso de Hugo del Carril y otros realizadores, es casi imposible elegir entre varias películas de Favio. Juan Moreira tiene la virtud de aglutinar las mejores cualidades de un cineasta en la cúspide de sus posibilidades creativas. El tema del mito, siempre presente en Favio, se cruza con el del caudillismo en Argentina. En una década convulsionada del país, Favio apela a la Pasión del gaucho matrero que se levanta ante las injusticias pagando con su vida. Como decía Piglia, es en tiempos de crisis cuando vuelve a emerger la gauchesca.

6- La espera (Fabián Bielinsky, 1983, cortometraje)
Toda la escasa filmografía de Bielinsky está atravesada por una preocupación que termina volviéndose temática en Nueve reinas (2000) y El aura (2005): la puesta en escena. Tanto en esta adaptación del cuento homónimo de Borges, como en la adaptación que hace de “Continuidad de los parques”, de Cortázar, en el cortometraje El péndulo (1980) Bielinsky se regodea en estafar al espectador, en confundirlo una y otra vez sobre el estatuto de verdad de lo que está viendo.

7- Verano maldito (Luis Ortega, 2011)
En el año 2016 Luis Ortega estrenó sus dos mejores películas: la maravillosa Lulú, y esta obra perfecta que es Verano maldito. Ya solamente las escenas iniciales, donde el personaje de Alejandro Urdapilleta, como un dios distraído, pierde a los niños en el mar, justifica adentrarse en este viaje a los infiernos de la mano desesperada de la madre de los niños, interpretado por Julieta Ortega.

8- La flor (Mariano Llinás, 2018)
En su magnitud exagerada, La flor —como su nombre lo indica— dispara puntas de intriga con una lógica casi vegetal, selvática. A Llinás le interesa siempre más disparar posibilidades de sentido en la cabeza del espectador que incluso la misma estructura de la película. Esta capacidad de generar suspenso más allá de cómo se articule en la trama, resalta también en sus colaboraciones con otros directores, por ejemplo, en La cordillera (Santiago Mitre, 2017), donde los plots más misteriosos quedan abiertos. La flor, película inconclusa pero desmesurada que parece no preocuparse demasiado por ello, termina planteando una especie de manifiesto sobre lo verdaderamente esencial del cine: la narración, que genera películas en nuestras cabezas.

9- Muere, monstruo, muere (Alejandro Fadel,2018)
Muere, monstruo, muere disipa todos los límites prejuiciosos entre cine de autor, de género, de terror, de pesquisa. Es una película monstruo que no teme a nada, excepto a la completud abominable. Lo que no tiene falta es lo monstruoso.

10- El cuento (Claudio Perrin, 2019)
“Las cosas no son como en realidad fueron, sino como se las recuerda”, con esta frase de Andréi Tarkovski impresa sobre un negro profundo, culmina El cuento, esta película perfecta hecha con una cámara casi amateur, entre dos o tres personas, en la que una madre y su hijo se encierran ante un hecho hostil y extraordinario que no se nos devela. Apenas podrán tomar contacto con un viejo vecino a través de los tapiales —última película de David Edery (El asadito, Hombre mirando al sudeste)— quien solo tiene para compartirles algunos escasos víveres y su pasado. Una película sobre lo perdido, sobre la familia, sobre el amor que queda plasmado en la ausencia irremediable. La proeza fílmica se agranda al saber que Perrin no solo filmó esta película con su mujer y su hijo (Claudia Schujman y Zahir Perrin) sino que también utilizó su propia imagen para corporizar la ausencia. Incluso la de su madre, una efigie que se evapora ante nuestros ojos.
Entre los fragmentos documentales, todos videos familiares, resalta la filmación del momento en el que el pequeño Zahir conoce el mar. Y allí aparecerá de su mano el director, en un frío día de invierno, tratando de que las olas heladas no les mojen los pies, entre las risas del pequeño, que casi ni llegan a escucharse debido al sonido del mar, que nunca se detiene.