Alejandro Carrillo Penovi

Montajista
Alejandro Carrillo Penovi (SAE). Nacido en México en 1972, vive en Buenos Aires desde 1979. Estudió en la Universidad del Cine y se formó con Miguel Pérez. Editor de 28 largometrajes (ficción y documental), miniseries, videoclips, cortometrajes y spots publicitarios. Docente en la ENERC. Actual presidente de la SAE (saeditores.org).

Hay películas que están en esta lista, y francamente ya no recuerdo por qué. Salvo que en su momento, cuando las ví por primera vez, me dejaron una impresión emocional fuerte, una falta, un deseo, una alegría en el corazón. Es eso lo que perdura en mi memoria, y creo que es la razón más poderosa para incluirlas, dejando quizás afuera a obras cuyos valores merecerían mejor justicia. Esta es la clase de cosas que es mejor hacer rápido y sin pensar demasiado. Sin ningún orden especial:

La película del rey. La película que me convenció de que hacer cine es lo que yo quería hacer con mi vida, cuando la ví en un VHS a mis 17 años. Te amo y te odio, Sorín.

Kilómetro 111. ¿El cine de la época de oro y teléfonos blancos es un plomazo? ¡Minga! Bueno, capaz sí, pero esta comedia mucho más profunda de lo que parece a simple vista me reconcilió con el blanco y negro argento.

Hombre mirando al sudeste. Hay que meterse en el género fantástico, eh, y salir bien parado. Y Subiela acá estuvo fino y eficaz. Estoy hablando de Argentina mitad de los ochentas, eh, atenti. Con el diario del lunes todos somos Fellini. O Billy Wilder.

La república perdida. Una referencia ineludible de cualquier estudiante del CBC durante décadas. Un documental de archivo clásico, nítido, emotivo, que se afirma sobre una de las pocas constantes históricas de nuestros pagos: el conflicto entre lo aristocrático y lo popular.

El aura. Sí, la edité yo, ¿y qué? Es un peliculón (mi segundo largo como editor), y cumple ampliamente con mi criterio de inclusión: producirme una impresión emocional perdurable. Ay Fabián, me dejaste sin tu tercer largo, chabón. Te extrañamos.

Nueve reinas. Nada que añadir, sus señorías.

El perro. Y otra vez este guacho, con una extraordinaria (y sólo aparente) simpleza, la descose con actores no-actores y ¡un maldito perro! ¿Pero cómo hace? ¿Qué sabe que nosotros no sabemos? La ví mientras editábamos “El aura” en Bariloche, y creo que algo de ese power narrativo cinematográfico fluyó hacia nuestro Avid.

Esperando la carroza. Una obra que dio al acervo popular nacional frases imperecederas: “Ahí lo tenés al pelotudo”, “Tres empanadas”, “Yo hago ravioles, ella hace ravioles”… Y ese final con la turba de gerontes (y un Gasalla que en ese momento no lo era), viniendo a cámara, con el sobreimpreso “A nuestros viejos”, con la música de “Tengo una vaca lechera”… Hoy te expulsarían de la DAC, Doria, pero en ese momento ese remate pagó el pasaje al Olimpo. Al mío, sin dudas, y para siempre.

Relatos salvajes. Una avalancha de ironía, sarcasmo, y odio sobre colchón de finas hierbas, acompañada de un Rutini Gran Reserva. Ejecución brillante en el momento oportuno de una refinada orquesta fílmica. Resultado: toda mi admiración (y una íntima y vicaria satisfacción de oscuros deseos vindicativos).

Pizza, birra, faso. Partida de nacimiento de los cineastas de mi generación. Un hito indiscutible, o como gusta decir la crítica, “un verdadero parteaguas”. Hacer cine es asunto de artistas, y Bruno y Caetano demostraron ser exactamente eso.