La siguiente lista revela el talón de Aquiles de mi formación en cine argentino: un indisimulable déficit de cine clásico ‒con una honrosa y previsible excepción‒. Pretender saldar de inmediato esa deuda para aceptar participar en esta encuesta era suicida, así que desde el inicio renuncié a cualquier pretensión de definir las “mejores películas” de manera exhaustiva, objetiva o de acuerdo con una representatividad por épocas equilibrada. Me atuve más bien a un orden de preferencias de películas que en todos los casos considero grandes entre las grandes, jalones importantes de nuestra cinematografía nacional. La única regla que me impuse fue elegir una única por directorx: no son entonces sólo diez películas sino también diez cineastas cuyas figuras marcan de diversas maneras la historia y el presente del cine argentino. Añado una obviedad: la Cinemateca Nacional no va a venir desde arriba ‒y menos aún en tiempos de crisis y ajuste como los actuales‒ sino desde abajo, a fuerza de presión y lucha popular.

En orden cronológico:

Más allá del olvido (Hugo del Carril, 1956)

Pude ver casi todas las películas dirigidas por Del Carril en la retrospectiva organizada por Fernando Peña en el verano de 2017 en el Malba con copias en fílmico en varias ocasiones flamantes. Así comprobé su grandeza inconmensurable como director, actor y cantante, moviéndose con destreza desde el melodrama hasta la gauchesca, pasando por el musical y la denuncia social. Si me atengo a la intensidad de la experiencia en sala, además de la elegida, mis otras favoritas suyas son La Quintrala y Amorina.

Este es el romance del Aniceto y la Francisca, de cómo quedó trunco, comenzó la tristeza y unas pocas cosas más… (Leonardo Favio, 1966)

Un modernismo al servicio del dinamismo de las situaciones y la explosión de los afectos, un despojamiento y reducción a lo elemental en términos de economía narrativa, una escrupulosa precisión geográfica y social para retratar el ethos de un pueblo mendocino. La energía juvenil del arrebato amoroso impregna la trama de ascenso y posterior caída (de evidentes resonancias religiosas) por los meandros de la pasión, con el ego de Aniceto desgarrado entre el fuego consumido de dos mujeres y la pelea de gallos. Su raigambre popular importa tanto como su enorme inventiva formal y narrativa. Tiene también uno de los títulos de películas más hermosos.

Gamelan (Claudio Caldini, 1981)

El cine experimental muchas veces es dejado de lado en estos espacios y la importancia de Caldini lo sitúa entre las primeras líneas de esa tradición a nivel internacional. Dicho en forma un tanto burda y presuntuosa, es algo así como nuestro Stan Brakhage. Difícil elegir sólo un cortometraje suyo, pero el nivel de violencia formal, abstracción y audacia técnica de Gamelan lo convierten en un trance ametrallador, una experiencia difícil de olvidar.

La guerre d’un seul homme (Edgardo Cozarinsky, 1982)

Película en cierta manera fundacional de la vertiente documental del cine-ensayo en nuestro país, con su tratamiento del archivo de noticias y su juego reflexivo con la disyunción de la palabra en off y la escritura en pantalla. Como me lo hizo entender mi amigo Tomás Guarnaccia, tiene sentido pensar esta producción francesa, que confronta el evento histórico-social de la ocupación nazi de Francia con los diarios de Ernst Jünger como soldado alemán durante aquella época, como una película desde el exilio de la dictadura sobre el carácter gris y opaco del colaboracionismo y la responsabilidad civil ante los horrores del siglo.

Las veredas de Saturno (Hugo Santiago, 1986)

Al menos tan buena como Invasión, la primera parte de la inconclusa trilogía, pero muchísimo menos conocida y vista (aunque eso haya cambiado relativamente en los últimos tiempos desde que circula una copia digital pirata en HD). La película mira de frente ‒aún con menos rodeos que la anterior‒ la violencia política del presente, y sin dejar de criticar la tentativa de una operación armada contra la dictadura sangrienta de una Aquilea más argentina que nunca (lo que podría llegar a leerse como una referencia a la contrafensiva montonera), no deja de estar claramente del lado de quienes se oponen, como pueden y hasta la perdición, al terror militar.

Juan, como si nada hubiera sucedido (Carlos Echeverría, 1987)

¿Cuánto coraje hace falta para hacer una película así? Para estos incrédulos tiempos, he aquí un gran contraejemplo de la eficacia política del cine como arma de denuncia: un golpe al rostro del poder no sólo por la exposición del entramado de complicidades que despliega sino por su tardío uso judicial en causas de lesa humanidad. Una película-investigación que asume muchos riesgos para enunciar una verdad escandalosa, para “arrancar” de los responsables y perpetradores un testimonio inédito, contra el conformismo de su época. Más allá de la recreación ficcional y la puesta en escena, su admirable tenacidad la vuelve un contra-modelo de la práctica periodística, hoy tan vilipendiada.

La Ciénaga (Lucrecia Martel, 2001)

Película inaugural, no tanto del mito del nuevo “nuevo cine argentino” de los 90, sino de unas coordenadas estéticas que buena parte del cine argentino y latinoamericano desde entonces recogió y desarrolló, para bien y para mal. La cantidad de ideas formales, narrativas, dramatúrgicas y plásticas que desparrama a cada momento se congenia con una precisión extrema para la composición de un fresco histórico-social bien determinado, antídoto inapelable contra cualquier tipo de revisionismo de la década menemista. Como reza el documental que la retrata en el rodaje de Zama: Martel está a años luz.

Parapalos (Ana Poliak, 2004)

Desvío de la mirada: campo (pista de bowling) y contra-campo (los parapalos) invertidos. La atención material prodigada a los ritmos de un peculiar trabajo precario y la calidez fraterna (despojada de cualquier sordidez) de los vínculos entre familiares y laburantes son los dos pilares de esta amable y discreta película sobre la autoemancipación proletaria.

Tierra de los padres (Nicolás Prividera, 2011)

Cine político rabioso, lúcido e incandescente, que a fuerza de tomar distancia y mirar el pasado, permite ver el presente (y el futuro) de otra manera, trascendiendo los impermanentes vaivenes de la coyuntura para alumbrar la recurrencia del conflicto y la lucha de clases en el destino de la nación. El plano secuencia final es un hervidero de ideas de una fuerza descomunal.

P3ND3J05 (Raúl Perrone, 2013)

Un parteaguas en la trayectoria de Perrone, en el que se aparta en buena medida de las premisas de su cine previo y abre un derrotero de búsquedas y reinvención radical de sus herramientas ‒momento a partir del cual el trabajo de montaje adquiere un lugar cada vez más decisivo en su poética‒, siguiendo con mirada pía y devota a los pibes, el efecto de real de su fotogenia y la expresividad de sus rostros, mediante un sofisticado lirismo ‒hecho a todo pulmón y con dos pesos‒ que alcanza su paroxismo con las explosiones de cumbia electrónica.